Después de sus dos primeras novelas Virgen y mártir, monja y casada y Martín Garatuza, ambas publicadas en 1868 y en las que Vicente Riva Palacio había desarrollado asuntos nacionales inspirados en informaciones que encontró en diversos procesos de la Inquisición de la Nueva España, se vuelve inmediatamente hacia un tema —la vida de los piratas— que la novela romántica ya había tratado de modo excelente, primero, en El pirata (1822) de Walter Scott y, después, en El piloto (1823) del norteamericano James Fenimore Cooper.
Es fácil suponer que, hombre tan culto como Riva Palacio, conocería ambos libros o, por lo menos, el de Scott; y que, al revisar nuestra historia de la época colonial —en la que por entonces trabajaba— tropezaría con la vida y las aventuras de los piratas y filibusteros ingleses, franceses y holandeses que, establecidos en las Antillas mismas, se dedicaban a saquear los puertos de las colonias hispanoamericanas y a asaltar las flotas españolas que llevaban a Europa el oro y la plata de América.
Que la vida de esos temibles aventureros ofrecía materia para una interesante novela, es reflexión que no podía escapar a la perspicacia literaria de nuestro autor.